miércoles, 13 de agosto de 2008

Cuentos cortos bolivarianos


“Oigan chamos ¿ustedes son argentinos? Ohh, que buena vaina. Ese viaje hasta aquí debe haber sido una vaina ¿No? Oye ¿Cómo está la vaina por allá? Porque acá es todo una gran vaina; ese Chávez está hablando vaina, no deja de hacernos quedar como una vaina por el mundo. Y ni hablar de esas vainitas que están sucediendo ahora en el país. Y yo, tú sabes, yo no le aguanto vaina nadie: si me dicen una vaina, yo le voy a contestar tres vainas más...aquí se va a armar una vaina” (Fragmento de una charla enfermiza con un venezolano).

Con la siguiente publicación comenzamos una serie de pequeños cuentos, historias que nos ocurrieron durante nuestra estadía en la República Bolivariana de Venezuela, un país al que llegamos casi sin querer pero que nos fascinó desde el primer momento, al abrir nuestra sensibilidad a una gran cantidad de experiencias nuevas. Aquí va la primera entrega.



Los pelabolas

Y llegamos a Caracas nomás, unos cuantos kilómetros más lejos y algunos pesos más pobres. Fueron dos días enteros de viaje desde Manaos hasta la capital venezolana, a la que llegamos cansadísimos y muy enfermos por el aire acondicionado del micro. Venezuela resultó ser demasiado caro para el que no va con dólares, y ahí nos dimos cuenta de que el dinero comenzaría a escasear pronto si no ajustábamos nuestra economía. Así que fuimos derecho al hospedaje más barato de todo Caracas, un ateneo popular, cerca de la ciudad universitaria, que nos había recomendado un músico brasilero que encontramos en la frontera el día anterior.
Pero aún con poco dinero, era viernes, así que salimos a explorar la noche caraqueña. Nos dirigimos a “El Maní es Así”, exquisito reducto salsero, con bandas de salsa en vivo, lo que fue nuestro primer contacto con el anhelado “caribe”. Obviamente, antes de pagar cualquier entrada, hacíamos referencia a la hermandad de los pueblos latinoamericanos, a ese sueño por el que tanto habían trabajado San Martín y Bolívar, en contra del imperialismo yanqui explotador.
-“Amigo, usted y yo sabemos que a veces un abrazo fraterno vale más que cualquier entrada. Amigo, escuche su corazón y aunque sea háganos un precio bolivariano, revolucionario”- le bregábamos al amigo de la puerta.
- “Tú te crees que soy pelotudo. Anda al mercado y dile al carnicero que le vas a pagar un kilo de carne con un abrazo revolucionario”- nos respondió fríamente el patovica, obligándonos a pagar.
Ahí conocimos a José y Miguel, dos chamos que nos llevaron al “Moulin Rouge” esa misma noche, un pub en donde se exponían los mejores grupos de rock de la ciudad todos los fines de semana. Fue un alivio volver a escuchar rock después de tanta cumbia peruana, y esa peste llamada reggeton que se ha extendido como un virus por toda Latinoamérica.
Mucha gente que cruzamos en el viaje nos habló muy mal de Venezuela: “Es feo, es peligroso, para nada turístico; Caracas es una mierda; la gente es una mierda”. Pero nosotros tuvimos una experiencia totalmente opuesta. Cada viajero se crea su propia impresión del lugar de acuerdo a experiencias concretas y particulares que tuvo en su estadía. Y esas experiencias son únicas e individuales, pero lo que las determina en un ochenta por ciento son las relaciones personales con la gente del lugar, y también con otros viajeros. Y la gente de Caracas fue increíblemente amable con nosotros. El solo hecho de mencionar que éramos argentinos, o cuando veían mi camiseta de Boca, era suficiente para que nos invitaran a charlar, a tomar unas “Polar” o directamente nos ofrecían sus casas. Ahí nos dimos cuenta de que a pesar de que los argentinos tenemos fama de sobradores, de agrandados (que nosotros siempre teníamos que explicar que esa mala fama nos la habían dado los porteños, gente muy diferente a la del interior del país), despertamos simpatía en la mayor parte de América Latina, salvo en Chile y Brasil.
Al otro día, estos amigos que conocimos la noche anterior nos llevarían a conocer la ciudad y hasta nos invitaron a ir a “Caracolito”, una hermosa playa a dos horas de Caracas, donde tenían un departamento. Y ahí pasamos un fin de semana de lujo, comiendo y bebiendo como los dioses, saboreando los placeres caribeños.
Un día se apareció por la playa un amigo del padre de los chicos, un empresario caraqueño y efervescente antichavista. Estaba bien bronceado, con collar y pulseras de oro, y un Rolex en la muñeca izquierda. Venía con su esposa, que amablemente nos saludó y se puso a hablar con nosotros de Venezuela, de Chávez y de toda esa vaina. Porque si hay algo de lo que se habla en Venezuela es de política. Desde el heladero, el verdulero, hasta los profesionales, adolescentes, estudiantes y ancianos, todos hablan de política. Hasta en los boliches se hablaba de Chávez!
La mujer, comentándonos la difícil situación venezolana, nos advirtió sobre los riesgos de Caracas, que tiene el honorable título de ser la ciudad con más índice delictivo del mundo. Su marido se metió en la charla, y nos comenzó a contar todas las veces que tuvo que lidiar con los malandras: “como esa vez que vi a un policía parar en un semáforo al lado de un tipo en una moto. El poli sacó el arma y le clavó una bala en la cien a ese hijoputa”, nos contaba con regocijo.
Pero el hombre dejó repentinamente de hablar, pensó un par de segundos, y agregó:
-“Pero a ustedes no les va a pasar nada. Ustedes son unos pelabolas. Con el aspecto que tienen, nadie se les va a acercar. Esos tipos buscan a gente como yo, a gente que saben que tiene dinero”.
Seco y yo nos quedamos estupefactos, sin saber qué decir ni qué pensar. Al rato nos cayó la ficha: éramos unos pelabolas, unos muertos de hambre, unos crotos. El tipo nos había hecho un retrato con esa palabra que escuchábamos por primera vez en nuestras vidas, pero que nos marcaría por el resto del viaje.