"Boludo, no queda otra que tomar las armas" (Seco pon, J.L)
Cuentos Cortos Bolivarianos (Parte IV-Final)
-Se viene Huguito, chabón!
-¿Huguito?
- Si boludo, Huguito Chávez Frias.
Estábamos llegando al Mausoleo de Bolívar, en el centro de Caracas, para ver los restos del libertador, pero para nuestra sorpresa el lugar estaba rodeado por alrededor de 100 soldados que hacían guardia en el lugar.
-“¿Qué ocurre amigo?”, le preguntamos a uno de los militares.
-Viene Chávez con el embajador de la India, a dejar un arreglo floral. ¿Ustedes son Argentinos?
-Sí, sí amigo.
-Che boludo!
Ahí nomás nos pusimos a charlar con los milicos, que se mostraron increíblemente amigables. Y una vez que entramos en confianza…“Amigo, prestáme el fusil para una foto”.
Huguito no llegaba y la ansiedad por verlo era cada vez mayor, pero los amigos de verde se encargaron de entretenernos mostrándonos sus habilidades cantando rap y reggaeton.
Mientras hacíamos tiempo esperándolo a Chávez, uno de los oficiales, un pibe de menos de 20 años, nos confesó su sueño de dejar el ejército para ir a Miami o a Puerto Rico para probar suerte y hacer realidad su sueño de convertirse en un cantante famoso. Enseguida lo alentamos para que persiga su objetivo, que en el fondo es el mismo para todos los seres humanos: ser feliz.
Huguito nunca llegó. Pero pasamos una tarde increíble, conociendo a fondo la vida de los integrantes de la milicia de Chávez, chicos como nosotros, con una vida por delante y un puñado de sueños en la cabeza. Y la gente de Venezuela nos seguía sorprendiendo con su buena vibra.
Nuestros días en la capital Venezolana estaban contados. Después de 15 días en Caracas, decidimos que desde ahí teníamos que pegar el salto a Cuba, nuestra meta, porque de otro modo no llegaríamos con el tiempo que disponíamos. Y además, el cambio de dólares en el mercado negro, que cotiza al doble del precio que el dólar oficial, nos abarataba muchísimos los pasajes de avión.
Luego de muchas idas y venidas, cambiamos nuestros últimos dólares y compramos los pasajes a La Habana por Cubana de Aviación en U$238.
Cuando salíamos de las oficinas de Cubana con los pasajes en la mano, la mañana del 19 de febrero, pasamos por un puesto de diarios y vimos unos titulares que nos dejaron helados: “Renunció Fidel”.
*En el país de las Miss Universo, hasta las militares estan buenas.
"
domingo, 21 de diciembre de 2008
sábado, 13 de diciembre de 2008
El Fútbol es una mierda (y otros cuentos)
Crónicas bolivarianas (Parte III)
“La hinchada del Caracas es un sentimiento que se lleva adentro, que se construye con peldaños de sueños, de agua y de sol. Juntos llegaremos a lo más alto del torneo y a los argentinos nos cogeremos. Oh sí, a los argentinos nos cogeremos” (Cántico de la hinchada del Caracas Fútbol Club)
Cuando nos enteramos de que por esos maravillosos días de nuestra estancia en Caracas se jugaría un partido por la Copa Libertadores, protagonizado por un equipo argentino, y que además las entradas eran muy baratas, no dudamos un segundo en concurrir al evento. Nos causaba mucha curiosidad saber como se vivía el fútbol en Venezuela, un país con poca tradición futbolera, al contrario del nuestro, en el que el centro de la vida pasa por patear una pelota.
Así que como buenos futboleros, yo me calcé la camiseta de Boca, Seco la de Argentina, y salimos para el estadio a hacer la previa. Éramos casi los únicos argentinos que andábamos por ahí, por lo que enseguida nos agarraron para hacernos una nota en vivo para una radio local.
- ¿Y ustedes han venido desde Argentina para alentar a San Lorenzo?
- ¡No hermano! Estamos de casualidad por acá.
- Ah ¿andaban justo por Venezuela y decidieron venir a alentar a su equipo?
- No amigo. Yo soy de Boca y el de River.
- ¿Y a que han venido?
- Yo vine a putearlo a Ramón Díaz y a D’Alessandro.
- ¿Y tú que eres de River?
- A putearlo a D’Alessandro- intervino Seco.
Enmarcados en ese sentimiento de hermandad que vivíamos con el pueblo venezolano, fuimos decididos a alentar al Caracas, seguros de ganarnos un lugar en su hinchada. Así que al entrar al estadio, nos dirigimos derecho hacia la popular del Caracas, con Pedro Rafa, nuestro amigo brasileño.
Las miradas de los hinchas caraqueños no eran muy amistosas, pero no nos inquietamos, y el comienzo del partido nos encontró cantando con ellos en contra de San Lorenzo.
Pero el clima poco a poco se fue calentando con el correr de los minutos, y sobre todo, después del primer gol del Caracas. Los cantos de la popular ya apuntaban directamente hacia los argentinos: “Los argentinos son todos putos”, “A los argentinos nos cogemos”, etc. Lo más gracioso era que las melodías que usaban para sus cánticos eran todas de canciones del Rock argentino, como “Matador”, de los Fabulosos Cadillacs. Y otro dato interesante: la palabra “coger” misteriosamente mutó su sentido originario, el de España y de gran parte de Latinoamérica (tomar, agarrar), por el significado que tiene en Argentina.
De las tribunas de arriba nos llegaban escupitajos y vasos de coca, pero el momento más irritante fue cuando nuestro amigo brasilero, sentado a nuestro lado, nos gritó “hijos de puta” junto con los simpatizantes del caracas, mirándonos a la cara.
“Yo me voy”, le dije a Seco. “No aguanto más”. Nos salió el argentino de adentro, y nos fuimos a la otra punta del estadio, en medio de los insultos que caían como lanzas de las tribunas superiores, a la barra brava de San Lorenzo.
Para nuestra sorpresa, tampoco fuimos recibidos muy gratamente por nuestros compatriotas. Los colores de boca que llevaba en el pecho no les causaban mucha gracia, pero no nos dijeron nada. Así que fervientemente nos dimos vuelta como una media, para alentar a San Lorenzo hasta que finalizó el partido. En ese momento se me acercó un hincha venezolano del club argentino, tapándome el paso con su cuerpo. “Qué haces con la camiseta de Boca en la hinchada de San Lorenzo”, me increpó el veneco.
Toda la hermandad que habíamos sentido con el pueblo venezolano por esos días de febrero, se había ido a la mierda en el segundo en que el árbitro dio el pitazo para comenzar el partido. Ahí comprendimos que toda actividad que mezcla la pasión con el fanatismo, como el fútbol, la religión, el patriotismo, son acciones disgregadoras, que unen a una parte de la sociedad pero para enfrentarla a otra.
Al otro día, hicimos un picadito y Seco se prometió hacerse fanático de River, como una de las metas a conseguir en ese hermoso 2008 que recién comenzaba. Hoy, un año después, boquita está a punto de conseguir otro torneo local. Ah, que lindo es el fútbol!
lunes, 1 de septiembre de 2008
Cuentos cortos bolivarianos (Parte II)
El gran debú
Estábamos nerviosos. Nunca lo habíamos hecho en el exterior. Ahí arriba me esperaba ella, extenuante, con su sensual figura. El ambiente estaba pesado, pegajoso, diría yo. Empezamos a transpirar bastante, y lo único que nos ayudaba un poco era esa fría cerveza. Por momentos nos venía el arrepentimiento: “no sé si hacer esto”, me decía Seco. “No, ya fue, salgamos de acá. Esto nos va a salir mal”. Yo trataba de tranquilizarlo: “Vamos pa’ delante Seco. Si no lo hacemos ahora ¿Cuándo?”
Llegó el momento. Tomé la iniciativa y subí las escaleras; al ver esas hermosas curvas quedé extasiado. Ella me incitó a cogerla con fuerza y, ni bien la toqué, empezó a aullar endemoniada. Esa guitarra tenía el diablo en su corazón.
La efervescencia política, los cambios sociales y la explosión cultural que se vive en Venezuela, despertó en nosotros el amor por muchas actividades que teníamos aletargadas, pero que alguna vez fueron importantes en nuestras vidas. Seco redescubrió su pasión por la música, y yo por el periodismo.
En Caracas el 90% de los jóvenes que conocimos trabajaban en los medios o en alguna actividad cultural, y todos con una posición política bien determinada. Hicimos amigos chavistas, y también, grandes amigos antichabistas (no existe el término medio en Venezuela), gente que trabajaba en “Globovisión” o “Globoterror”, como lo llaman desde el gobierno, el único canal privado de aire que queda en el país, y que el oficialismo también busca expropiar.
De los dos bandos buscaron captarnos. De un lado, persuadirnos del daño que hace el canal al país por su manipulación de la información, y del otro, convencernos de lo perjudicial que sería el monopolio de los medios por parte del estado. Y ahí estábamos en el Stand de recolección de firmas para la clausura del canal, preguntando, familiarizándonos con el tema, pero también hablando con los que juntaban firmas para impedir la expropiación.
Pero sin importar su signo político, la gente se portó excelente con nosotros; así fue como los chavistas nos invitaban a comer o nos regalaban esas gloriosas remeras rojas, y los antichavistas nos ofrecías sus casas para dormir y nos mostraban los maravillosos parajes venecos. Todo este clima revolucionario nos incentivó muchísimo, y nos dejó con ganas de volver por más tiempo a Venezuela.
Un día, “pelaboleando” en plaza Altamira -una de las plazas centrales de Caracas, símbolo de la lucha política venezolana, regada con la sangre de varios militantes-, sin saber en donde íbamos a dormir esa noche, comiendo nuestros clásicos de pan con atún y mucha mayonesa, escuchamos una música que venía de un grupo numeroso, a unos cincuenta metros de donde estábamos. Nos acercamos tímidamente, pero cuando nos vieron la cara de turistas, enseguida nos invitaron a sentarnos y a hacer música con ellos. Eran un grupo de estudiantes de música, y estaban haciendo música folclórica venezolana, con baile incluido, rasgueando una guitarra, dibujando melodías con un violín y tamborileando con mucha percusión.
Pero un instrumento en particular nos llamó mucho la atención. Una especie de guitarra pequeña, de cuatro cuerdas, parecida a un Ukelele, que tenía el aval de ser el instrumento nacional de Venezuela. Al “cuatro” lo estaba interpretando un cuatrero de la concha de la lora, y su sonido nos cautivó inmediatamente. Al otro día estábamos quemando nuestros últimos U$40 para conseguir ese noble instrumento, que tantas alegrías nos dio por el resto del viaje.
Rápidamente aprendimos nuestros primeros acordes. Un día, jugando con el instrumento, logré juntar un Fa sostenido, seguido de un Si menor y culminando en un Do sostenido séptima. Seco paró la oreja enseguida.
-¿Qué es eso?- me preguntó.
-No sé, creo que son los acordes de “Hasta Siempre”.
-A ver, prestame- me dijo Seco, mientras me arrebataba el instrumento.
Y así fue como José se aprendió enseguida la canción del Che Guevara, una rola que interpretaría entre 12 y 17 veces por día, y fue la canción con la que abrimos nuestro show debut en el “Moline Rouge”, con guitarra y a dos voces.
*El cuatro y Venezuela: que buena vaina!
En el ateneo popular en el que estábamos alojados, nos reencontramos con Pedriño, el brasilero que habíamos conocido en la frontera, músico de profesión. Hablamos de hacer algo de música para hacer unos bolívares y tirar un poco más. Así que decidimos ir un martes al “Moline”, el boliche de Rock caraqueño, un día en que sabíamos que no tenían números musicales contratados. Los gerentes del lugar nos aceptaron fácilmente, pero nos ofrecieron la paga clásica del músico, el salario milenario de esta profesión. Hubo una época en que el sueldo se pagaba en sal o en especias, pero para el músico, Dios siempre nos tuvo reservada una paga en una equivalencia mucho más interesante. Ya Timoteo de Mileto, en la antigua Grecia del siglo V a.c, uno de los inventores del Hit, de la canción masiva, y uno de los fundadores de la composición individual (y no anónima como hasta ese momento), recibió su primer paga en vino y cerveza. Y claro, a nosotros también nos darían dos baldes llenos de latas heladas y deliciosas de cerveza “Polar”.
Después de la aplaudida y mágica “Hasta siempre” (que nos salía espectacular), tocamos una improvisada “Other Side” de los Red Hot, que puso de relieve el acento londinense de Seco, un inglés de mierda que nos hizo morir de la risa a los dos mientras la tocábamos. Después vinieron algunas de Bob Marley, y le cedimos el espacio a Pedro, que se cantó su set de excelentes canciones propias.
Llegar a la embriaguez que produce el alcohol era un estado que casi habíamos olvidado, algo difícil de lograr cuando no tenés un peso. Esas cervezas que habíamos conseguido con el sudor de nuestra frente, le dieron un valor agregado a una noche que difícilmente olvidaremos.
Estábamos nerviosos. Nunca lo habíamos hecho en el exterior. Ahí arriba me esperaba ella, extenuante, con su sensual figura. El ambiente estaba pesado, pegajoso, diría yo. Empezamos a transpirar bastante, y lo único que nos ayudaba un poco era esa fría cerveza. Por momentos nos venía el arrepentimiento: “no sé si hacer esto”, me decía Seco. “No, ya fue, salgamos de acá. Esto nos va a salir mal”. Yo trataba de tranquilizarlo: “Vamos pa’ delante Seco. Si no lo hacemos ahora ¿Cuándo?”
Llegó el momento. Tomé la iniciativa y subí las escaleras; al ver esas hermosas curvas quedé extasiado. Ella me incitó a cogerla con fuerza y, ni bien la toqué, empezó a aullar endemoniada. Esa guitarra tenía el diablo en su corazón.
La efervescencia política, los cambios sociales y la explosión cultural que se vive en Venezuela, despertó en nosotros el amor por muchas actividades que teníamos aletargadas, pero que alguna vez fueron importantes en nuestras vidas. Seco redescubrió su pasión por la música, y yo por el periodismo.
En Caracas el 90% de los jóvenes que conocimos trabajaban en los medios o en alguna actividad cultural, y todos con una posición política bien determinada. Hicimos amigos chavistas, y también, grandes amigos antichabistas (no existe el término medio en Venezuela), gente que trabajaba en “Globovisión” o “Globoterror”, como lo llaman desde el gobierno, el único canal privado de aire que queda en el país, y que el oficialismo también busca expropiar.
De los dos bandos buscaron captarnos. De un lado, persuadirnos del daño que hace el canal al país por su manipulación de la información, y del otro, convencernos de lo perjudicial que sería el monopolio de los medios por parte del estado. Y ahí estábamos en el Stand de recolección de firmas para la clausura del canal, preguntando, familiarizándonos con el tema, pero también hablando con los que juntaban firmas para impedir la expropiación.
Pero sin importar su signo político, la gente se portó excelente con nosotros; así fue como los chavistas nos invitaban a comer o nos regalaban esas gloriosas remeras rojas, y los antichavistas nos ofrecías sus casas para dormir y nos mostraban los maravillosos parajes venecos. Todo este clima revolucionario nos incentivó muchísimo, y nos dejó con ganas de volver por más tiempo a Venezuela.
Un día, “pelaboleando” en plaza Altamira -una de las plazas centrales de Caracas, símbolo de la lucha política venezolana, regada con la sangre de varios militantes-, sin saber en donde íbamos a dormir esa noche, comiendo nuestros clásicos de pan con atún y mucha mayonesa, escuchamos una música que venía de un grupo numeroso, a unos cincuenta metros de donde estábamos. Nos acercamos tímidamente, pero cuando nos vieron la cara de turistas, enseguida nos invitaron a sentarnos y a hacer música con ellos. Eran un grupo de estudiantes de música, y estaban haciendo música folclórica venezolana, con baile incluido, rasgueando una guitarra, dibujando melodías con un violín y tamborileando con mucha percusión.
Pero un instrumento en particular nos llamó mucho la atención. Una especie de guitarra pequeña, de cuatro cuerdas, parecida a un Ukelele, que tenía el aval de ser el instrumento nacional de Venezuela. Al “cuatro” lo estaba interpretando un cuatrero de la concha de la lora, y su sonido nos cautivó inmediatamente. Al otro día estábamos quemando nuestros últimos U$40 para conseguir ese noble instrumento, que tantas alegrías nos dio por el resto del viaje.
Rápidamente aprendimos nuestros primeros acordes. Un día, jugando con el instrumento, logré juntar un Fa sostenido, seguido de un Si menor y culminando en un Do sostenido séptima. Seco paró la oreja enseguida.
-¿Qué es eso?- me preguntó.
-No sé, creo que son los acordes de “Hasta Siempre”.
-A ver, prestame- me dijo Seco, mientras me arrebataba el instrumento.
Y así fue como José se aprendió enseguida la canción del Che Guevara, una rola que interpretaría entre 12 y 17 veces por día, y fue la canción con la que abrimos nuestro show debut en el “Moline Rouge”, con guitarra y a dos voces.
*El cuatro y Venezuela: que buena vaina!
En el ateneo popular en el que estábamos alojados, nos reencontramos con Pedriño, el brasilero que habíamos conocido en la frontera, músico de profesión. Hablamos de hacer algo de música para hacer unos bolívares y tirar un poco más. Así que decidimos ir un martes al “Moline”, el boliche de Rock caraqueño, un día en que sabíamos que no tenían números musicales contratados. Los gerentes del lugar nos aceptaron fácilmente, pero nos ofrecieron la paga clásica del músico, el salario milenario de esta profesión. Hubo una época en que el sueldo se pagaba en sal o en especias, pero para el músico, Dios siempre nos tuvo reservada una paga en una equivalencia mucho más interesante. Ya Timoteo de Mileto, en la antigua Grecia del siglo V a.c, uno de los inventores del Hit, de la canción masiva, y uno de los fundadores de la composición individual (y no anónima como hasta ese momento), recibió su primer paga en vino y cerveza. Y claro, a nosotros también nos darían dos baldes llenos de latas heladas y deliciosas de cerveza “Polar”.
Después de la aplaudida y mágica “Hasta siempre” (que nos salía espectacular), tocamos una improvisada “Other Side” de los Red Hot, que puso de relieve el acento londinense de Seco, un inglés de mierda que nos hizo morir de la risa a los dos mientras la tocábamos. Después vinieron algunas de Bob Marley, y le cedimos el espacio a Pedro, que se cantó su set de excelentes canciones propias.
Llegar a la embriaguez que produce el alcohol era un estado que casi habíamos olvidado, algo difícil de lograr cuando no tenés un peso. Esas cervezas que habíamos conseguido con el sudor de nuestra frente, le dieron un valor agregado a una noche que difícilmente olvidaremos.
miércoles, 13 de agosto de 2008
Cuentos cortos bolivarianos
“Oigan chamos ¿ustedes son argentinos? Ohh, que buena vaina. Ese viaje hasta aquí debe haber sido una vaina ¿No? Oye ¿Cómo está la vaina por allá? Porque acá es todo una gran vaina; ese Chávez está hablando vaina, no deja de hacernos quedar como una vaina por el mundo. Y ni hablar de esas vainitas que están sucediendo ahora en el país. Y yo, tú sabes, yo no le aguanto vaina nadie: si me dicen una vaina, yo le voy a contestar tres vainas más...aquí se va a armar una vaina” (Fragmento de una charla enfermiza con un venezolano).
Con la siguiente publicación comenzamos una serie de pequeños cuentos, historias que nos ocurrieron durante nuestra estadía en la República Bolivariana de Venezuela, un país al que llegamos casi sin querer pero que nos fascinó desde el primer momento, al abrir nuestra sensibilidad a una gran cantidad de experiencias nuevas. Aquí va la primera entrega.
Los pelabolas
Y llegamos a Caracas nomás, unos cuantos kilómetros más lejos y algunos pesos más pobres. Fueron dos días enteros de viaje desde Manaos hasta la capital venezolana, a la que llegamos cansadísimos y muy enfermos por el aire acondicionado del micro. Venezuela resultó ser demasiado caro para el que no va con dólares, y ahí nos dimos cuenta de que el dinero comenzaría a escasear pronto si no ajustábamos nuestra economía. Así que fuimos derecho al hospedaje más barato de todo Caracas, un ateneo popular, cerca de la ciudad universitaria, que nos había recomendado un músico brasilero que encontramos en la frontera el día anterior.
Pero aún con poco dinero, era viernes, así que salimos a explorar la noche caraqueña. Nos dirigimos a “El Maní es Así”, exquisito reducto salsero, con bandas de salsa en vivo, lo que fue nuestro primer contacto con el anhelado “caribe”. Obviamente, antes de pagar cualquier entrada, hacíamos referencia a la hermandad de los pueblos latinoamericanos, a ese sueño por el que tanto habían trabajado San Martín y Bolívar, en contra del imperialismo yanqui explotador.
-“Amigo, usted y yo sabemos que a veces un abrazo fraterno vale más que cualquier entrada. Amigo, escuche su corazón y aunque sea háganos un precio bolivariano, revolucionario”- le bregábamos al amigo de la puerta.
- “Tú te crees que soy pelotudo. Anda al mercado y dile al carnicero que le vas a pagar un kilo de carne con un abrazo revolucionario”- nos respondió fríamente el patovica, obligándonos a pagar.
Ahí conocimos a José y Miguel, dos chamos que nos llevaron al “Moulin Rouge” esa misma noche, un pub en donde se exponían los mejores grupos de rock de la ciudad todos los fines de semana. Fue un alivio volver a escuchar rock después de tanta cumbia peruana, y esa peste llamada reggeton que se ha extendido como un virus por toda Latinoamérica.
Mucha gente que cruzamos en el viaje nos habló muy mal de Venezuela: “Es feo, es peligroso, para nada turístico; Caracas es una mierda; la gente es una mierda”. Pero nosotros tuvimos una experiencia totalmente opuesta. Cada viajero se crea su propia impresión del lugar de acuerdo a experiencias concretas y particulares que tuvo en su estadía. Y esas experiencias son únicas e individuales, pero lo que las determina en un ochenta por ciento son las relaciones personales con la gente del lugar, y también con otros viajeros. Y la gente de Caracas fue increíblemente amable con nosotros. El solo hecho de mencionar que éramos argentinos, o cuando veían mi camiseta de Boca, era suficiente para que nos invitaran a charlar, a tomar unas “Polar” o directamente nos ofrecían sus casas. Ahí nos dimos cuenta de que a pesar de que los argentinos tenemos fama de sobradores, de agrandados (que nosotros siempre teníamos que explicar que esa mala fama nos la habían dado los porteños, gente muy diferente a la del interior del país), despertamos simpatía en la mayor parte de América Latina, salvo en Chile y Brasil.
Al otro día, estos amigos que conocimos la noche anterior nos llevarían a conocer la ciudad y hasta nos invitaron a ir a “Caracolito”, una hermosa playa a dos horas de Caracas, donde tenían un departamento. Y ahí pasamos un fin de semana de lujo, comiendo y bebiendo como los dioses, saboreando los placeres caribeños.
Un día se apareció por la playa un amigo del padre de los chicos, un empresario caraqueño y efervescente antichavista. Estaba bien bronceado, con collar y pulseras de oro, y un Rolex en la muñeca izquierda. Venía con su esposa, que amablemente nos saludó y se puso a hablar con nosotros de Venezuela, de Chávez y de toda esa vaina. Porque si hay algo de lo que se habla en Venezuela es de política. Desde el heladero, el verdulero, hasta los profesionales, adolescentes, estudiantes y ancianos, todos hablan de política. Hasta en los boliches se hablaba de Chávez!
La mujer, comentándonos la difícil situación venezolana, nos advirtió sobre los riesgos de Caracas, que tiene el honorable título de ser la ciudad con más índice delictivo del mundo. Su marido se metió en la charla, y nos comenzó a contar todas las veces que tuvo que lidiar con los malandras: “como esa vez que vi a un policía parar en un semáforo al lado de un tipo en una moto. El poli sacó el arma y le clavó una bala en la cien a ese hijoputa”, nos contaba con regocijo.
Pero el hombre dejó repentinamente de hablar, pensó un par de segundos, y agregó:
-“Pero a ustedes no les va a pasar nada. Ustedes son unos pelabolas. Con el aspecto que tienen, nadie se les va a acercar. Esos tipos buscan a gente como yo, a gente que saben que tiene dinero”.
Seco y yo nos quedamos estupefactos, sin saber qué decir ni qué pensar. Al rato nos cayó la ficha: éramos unos pelabolas, unos muertos de hambre, unos crotos. El tipo nos había hecho un retrato con esa palabra que escuchábamos por primera vez en nuestras vidas, pero que nos marcaría por el resto del viaje.
sábado, 26 de julio de 2008
El Amazonas(Parte III)
Manaos: entre putas, mendigos y borrachos
Después de un mes de viaje, llegamos a Colombia, a Leticia más precisamente, ciudad lindera con Perú y Brasil. Nuestra travesía entraba en una segunda etapa: se venía febrero, y un nuevo país nos invitaba a descubrirlo.
La idea era volar a Bogotá al día siguiente, pero nos encontramos con unos precios de avión exorbitantes para lo breve del viaje: 180 dólares. Y ahí empezamos a barajar otra opción, que nos atrasaría bastante, pero que nos resultaba más que interesante. Desde chicos habíamos fantaseado con navegar el Amazonas río arriba, hasta llegar a Manaos, en el corazón del Brasil. Así que ese mismo día nos fuimos al puerto de Tabatinga, del lado brasilero, para averiguar por los barcos a Manaos. Al día siguiente salía justo uno, y por un precio más que accesible: 120 reales (unos 180 pesos argentinos aprox.). Así que pasamos una noche en Colombia, cuyos precios nos asustaron bastante, y a la mañana siguiente nos embarcamos para Manaos, en un viaje de cuatro días.
Nos parecía increíble estar en Brasil, un destino que nunca habíamos planeado como tal. Brasil era un país por el que siempre habíamos sentido cierta atracción y, sin haberlo buscado, nos atraía nuevamente a sus fauces. Ni bien subimos al barco enfilamos para el bar y nos pusimos a beber unas Skols, escuchando samba a todo volumen. Habían pasado dos intensas horas festivas cuando decidimos asomarnos para ver por donde íbamos y, para nuestra sorpresa, todavía no habíamos salido.
A decir verdad, no fue el viaje idílico por la selva que uno tanto se imagina. Los pueblos a la vera del río están plenamente civilizados, y el río es tan ancho que uno casi no tiene contacto con la flora y la fauna del lugar. La selva solo se conoce realmente metiéndose tierra adentro por varios días, en costosos tours o con gente que conozca.
Pero sí que lo disfrutamos. Comimos como cerdos la buena comida brasileña que venía incluida: pollo asado, arroz y feijon. El problema fue que la misma manducatoria se repitió en cada almuerzo y cena, lo que nos traería algunos problemitas digestivos más adelante. Por las noches se armaban fiestas en la parte de arriba del barco, al aire libre, y todo teñido de esa alegría brasilera que tanto nos gusta a los argentinos.
Algo especial me ocurrió el segundo día, cuando escuché un sonido que me resultaba muy familiar. Decidí ir en busca de ese canto de sirena que tanto me atraía, y resultaron ser los hermosos acordes de una guitarra. Me reencontré con ese precioso instrumento, que tanto extrañaba después de haber malogrado nuestra acústica semanas atrás. Así que hice un canje con el garoto, dueño de la viola: el me la prestaría a cambio de unas clases de guitarra. Pronto se acercarían más niños que querían aprender, así que me dediqué esos cuatro días a tocar y a enseñar acordes, escalas y ejercicios, y hasta compuse un tema dedicado a Pelé y Maradona, titulado: “O mais grande”, de pronta publicación.
Y así llegamos a Manaos, una ciudad industrial, grande y agitada, que entró en decadencia con el fin de la fiebre del caucho. Cuando pisamos tierra nos dimos cuenta de que había un aire festivo en el ambiente, no sabíamos qué era lo que ocurría, hasta que alguien nos dice: “hoy comienza el carnaval”. Con Seco nos abrazamos, emocionados. No podíamos creer cómo la fortuna se había puesto de nuestro lado: la casualidad nos había llevado a Brasil, y de repente, nos puso en Manaos justo el día en que comenzaba el carnaval, sin que hayamos tenido siquiera noción de las fechas del carnaval.
Manaos es una ciudad realmente fea, muy sucia y con mucha pobreza, pero nada de eso parecía importar. Era viernes de carnaval: las calles estaban atestadas de gente que bailaba, bebía y comía en los cientos de puestos ambulantes instalados para la ocasión. Más tarde en la noche, comenzó la música en vivo y la gente enloqueció. Fue una fiesta tremenda.
Pero las malas noticias vendrían al día siguiente. Me desperté con 40 grados de fiebre, y no pude salir de la cama en todo el día. La noche del sábado era la del desfile de las scolas de samba, en el sambódromo, a la que me fue imposible asistir. Claro que Seco no se iba a perder semejante acontecimiento que, según él, fue de una majestuosidad que deja muy pequeño a nuestro carnaval de Gualeguaychú, revelándonos la farsa de que es el tercero del mundo. Hasta el carnaval más pedorro de Brasil es mejor que el nuestro. Y lo que es más importante: allá se vive como una verdadera fiesta popular, totalmente gratis, en la que todos participan, y no como un mero espectáculo marketinero, que separa tenazmente a actores y espectadores, y cuyo único fin es el lucro.
*El carnaval de Manaos a pleno
Mendigos, putas y borrachos merodean la ciudad, día y noche, en cada esquina, en todos lados, en busca de algo de comer o de beber. Mujeres embarazadas que ofrecen sus servicios, enfermos tirados en las calles mostrando sus heridas abiertas e infectadas, todo esto forma parte del paisaje cotidiano de Manaos, que tanto contrasta con la fastuosa Opera House y las pocas construcciones que quedan de la época en que Manaos era una ciudad pujante y acaudalada, de la mano del caucho, que un día dejó de ser negocio. Pero estábamos en Carnaval, y esta fiesta cumplía su función histórica: ayudar a olvidar, por tres días, todas las penurias que se sufren día a día.
El domingo, un poco mejor de salud, fuimos nuevamente a las calles, en donde siguieron los festejos con bandas de Samba y Axé. Pero nos acostamos temprano, porque al día siguiente salíamos con destino a Venezuela. Era un viaje muy largo y, para colmo, al ver los elevados precios de los micros, decidimos ir a dedo. Pudimos hacer 100km, hasta un pueblo llamado Figueredo, donde estuvimos varias horas, hasta la noche, sin que nos levantara nadie. Ahí nos enteramos que el próximo pueblo estaba a 600km, por lo que decidimos ir a la terminal, pero nos dieron la noticia de que no había pasajes ni para ese día ni para el siguiente.
Así que nos tuvimos que quedar en ese pueblo fantasma, muertos de cansancio por las largas horas en la ruta, y con un mal humor que por primera vez en el viaje comenzaba a asomarse. Fue otra noche de carnaval, con más bandas de Axé que ya empezaban a rompernos las pelotas.
Al otro día, tuvimos que volver en colectivo a Manaos para desde ahí tomar un micro a Boa Vista, en la frontera con Venezuela. Lo que habíamos pensado para ahorrar plata nos había costado mucho más caro (por la habitación y los buses que tuvimos que pagar), y se había convertido en el primer revés del viaje. Ese día juramos no hacer dedo nunca más.
Maíz mediano
O maiz grande
Notas al pie:
1- Perdón por el exceso de estupideces. Pasa que hemos perdido muchas fotos de esta parte del viaje.
2- Gracias a los lectores y a los comentarios que tantas ganas nos dan de escribir.
3- Amados peruanos, es todo en broma!
4- El más grande es el Diego, para los que no lo saben.
lunes, 23 de junio de 2008
Por los caminos del Che: El leprosario de San Pablo
“Recién estos días tuve por primera vez algo de añoranza del hogar, pero fue una cosa efímera; verdaderamente tengo espíritu de trotamundos y no sería nada raro que después de este viaje me dé una vuelta por la India y otra por Europa. Con Alberto tenemos mil proyectos en el mate pero recién después de ver qué hay en Venezuela vamos a decidir”.
Carta del Che a su padre, desde Iquitos, en el año 1952.
De alguna manera, la figura del Che estuvo siempre presente en nuestro viaje. Cuando entramos a Bolivia, lo primero que queríamos hacer era ir hacia La Higuera, el pueblito cercano a donde fue abatido el Che, y donde está esa famosa escuelita en la cual fue exhibido su cadáver. La lejanía del lugar, el difícil acceso al pueblo, y la falta de tiempo, nos convencieron de dejar La Higuera para otra ocasión, como así también al Salar de Uyuni.
Profesos devotos de la vida y obra de Guevara, aprovechábamos los largos trayectos entre ciudad y ciudad para leer sus diarios de viaje, además de la bibliografía marxista básica para cualquier viador latinoamericano: Historia de la Revolución Cubana, la última biografía “A dos voces” de Fidel Castro, “Las venas abiertas de América Latina” de Galeano, etcétera. La historia política de Latinoamérica y la música eran los únicos factores que de alguna manera determinaban nuestros destinos, dos tópicos que ambos compartíamos con pasión.
Y cuando torcimos nuestro rumbo hacia la selva amazónica, algo tenía que ver el Che en nuestra decisión. El fue de Cuzco a Lima, y de ahí a Pucalpa, donde tomaron un barco a Iquitos. Nosotros sabíamos todo esto y, aunque nunca lo pensamos, inconscientemente nos creíamos un poco Guevara y Granados, abriendo los límites de nuestra percepción a medida que nos adentrábamos en el descubrimiento de este maravilloso continente.
Sabíamos que ellos habían estado un mes en un leprosario, a la vera del río Amazonas, pero ni sabíamos exactamente donde estaba, ni cómo se llamaba. En Iquitos preguntamos y nadie sabía nada, hasta que en “Información Turística” nos dijeron: “Sí, creo que está más al norte, camino a Leticia”. Leticia, ciudad colombiana, ubicada en la triple frontera que comparten Perú, Brasil y Colombia, era nuestro próximo destino. De ahí volaríamos a Bogotá (como lo había hecho el Che, aunque no lo sabíamos por aquel entonces). Así que un día decidimos dejar nuestra querida Iquitos, y nos subimos en el barco a Leticia.
Al segundo día de viaje, le pregunté al capitán si conocía un leprosario por la zona, y me dijo que sí, que el barco paraba ahí esa misma noche a buscar pasajeros. A las diez de la noche llegamos a San Pablo, un pequeñísimo pueblo, con una sola callecita asfaltada, al final de la cual se ubicaba el hospital para leprosos. Pero había un problema: el barco iba a estar parado ahí solo media hora. Decidimos bajar rápidamente para tratar de llegar al leprosario y volver al barco en el poco tiempo que teníamos.
Pero en el momento en que pisamos San Pablo, una especie de magia y emoción nos invadió. Hacía más de cincuenta años, el Che había estado viviendo un mes en ese pueblo, en donde pasó su cumpleaños número 24, junto a Alberto Granados. En ese lugar había dejado su huella indeleble, que más tarde se extendería por toda América Latina.
Lo primero que hacemos es preguntar en un bar donde quedaba el leprosario. Unos viejos que estaban tomando cerveza nos dijeron que el lugar ya estaba cerrado, y que además estaba lejos y no nos daría el tiempo para volver al barco. Los viejos nos invitaron a quedarnos en el hotel de al lado (el único que había), y al otro día nos llevarían a recorrer el pueblo. No nos fue muy difícil decidirnos a quedarnos y, además, el pasaje nos servía para el barco que pasaba al día siguiente.
Los “amigos” nos invitaron a la mesa, a tomar unas chelas –a esta altura del viaje, cualquier invitación a la ingesta de bebidas o alimentos era aceptada rápidamente y sin vacilación. El tipo que presidía la mesa, y que pagaba las cervezas (nos tomamos como diez “Cristal” cada uno), se hacía llamar Paquito Gutiérrez. Resultó ser un importante empresario y dirigente forestal de la amazonía peruana, que luchaba contra el gobierno de Alan García y esos “cerdos ambientalistas” que querían ponerle un coto a la deforestación de la selva. Paquito era apoyado por mucha gente que iba a perder sus empleos en una de las pocas actividades rentables de la selva. Con ayuda del alcohol, su palabra y su diatriba fueron in crescendo, hasta que confesó: “Acá, en América Latina, está Fidel Castro, el Che Guevara y Paquito Gutiérrez”.
Paquito nos consiguió un lugar en el piso de la recepción del hotel, ya que éste estaba lleno. Sin muchas ganas de irnos a dormir en ese duro lecho, nos enteramos de que había una fiesta en el pueblo, así que fuimos para allá, acompañados por un secuaz del influyente Paquito. Éramos los únicos turistas del pueblo en meses, un metro más alto que el promedio de los lugareños: enseguida las miradas se concentraron en nosotros. De pronto, dos chicas nos invitaron a bailar unas cumbianchas, y al terminar el tema nos dicen que les teníamos que dar un sol (equivalente a un peso arg.) por haber bailado con ellas. Se equivocaron de turistas: sacarnos un peso a nosotros era más difícil que Perú salga campeón del mundial de Sudáfrica 2010. Después nos enteramos que las chicas estaban participando de un concurso, en el que los hombres les pagaban por cada pieza de baile, y la que juntaba más dinero se transformaba en Miss San Pablo.
Profesos devotos de la vida y obra de Guevara, aprovechábamos los largos trayectos entre ciudad y ciudad para leer sus diarios de viaje, además de la bibliografía marxista básica para cualquier viador latinoamericano: Historia de la Revolución Cubana, la última biografía “A dos voces” de Fidel Castro, “Las venas abiertas de América Latina” de Galeano, etcétera. La historia política de Latinoamérica y la música eran los únicos factores que de alguna manera determinaban nuestros destinos, dos tópicos que ambos compartíamos con pasión.
Y cuando torcimos nuestro rumbo hacia la selva amazónica, algo tenía que ver el Che en nuestra decisión. El fue de Cuzco a Lima, y de ahí a Pucalpa, donde tomaron un barco a Iquitos. Nosotros sabíamos todo esto y, aunque nunca lo pensamos, inconscientemente nos creíamos un poco Guevara y Granados, abriendo los límites de nuestra percepción a medida que nos adentrábamos en el descubrimiento de este maravilloso continente.
Sabíamos que ellos habían estado un mes en un leprosario, a la vera del río Amazonas, pero ni sabíamos exactamente donde estaba, ni cómo se llamaba. En Iquitos preguntamos y nadie sabía nada, hasta que en “Información Turística” nos dijeron: “Sí, creo que está más al norte, camino a Leticia”. Leticia, ciudad colombiana, ubicada en la triple frontera que comparten Perú, Brasil y Colombia, era nuestro próximo destino. De ahí volaríamos a Bogotá (como lo había hecho el Che, aunque no lo sabíamos por aquel entonces). Así que un día decidimos dejar nuestra querida Iquitos, y nos subimos en el barco a Leticia.
Al segundo día de viaje, le pregunté al capitán si conocía un leprosario por la zona, y me dijo que sí, que el barco paraba ahí esa misma noche a buscar pasajeros. A las diez de la noche llegamos a San Pablo, un pequeñísimo pueblo, con una sola callecita asfaltada, al final de la cual se ubicaba el hospital para leprosos. Pero había un problema: el barco iba a estar parado ahí solo media hora. Decidimos bajar rápidamente para tratar de llegar al leprosario y volver al barco en el poco tiempo que teníamos.
Pero en el momento en que pisamos San Pablo, una especie de magia y emoción nos invadió. Hacía más de cincuenta años, el Che había estado viviendo un mes en ese pueblo, en donde pasó su cumpleaños número 24, junto a Alberto Granados. En ese lugar había dejado su huella indeleble, que más tarde se extendería por toda América Latina.
Lo primero que hacemos es preguntar en un bar donde quedaba el leprosario. Unos viejos que estaban tomando cerveza nos dijeron que el lugar ya estaba cerrado, y que además estaba lejos y no nos daría el tiempo para volver al barco. Los viejos nos invitaron a quedarnos en el hotel de al lado (el único que había), y al otro día nos llevarían a recorrer el pueblo. No nos fue muy difícil decidirnos a quedarnos y, además, el pasaje nos servía para el barco que pasaba al día siguiente.
Los “amigos” nos invitaron a la mesa, a tomar unas chelas –a esta altura del viaje, cualquier invitación a la ingesta de bebidas o alimentos era aceptada rápidamente y sin vacilación. El tipo que presidía la mesa, y que pagaba las cervezas (nos tomamos como diez “Cristal” cada uno), se hacía llamar Paquito Gutiérrez. Resultó ser un importante empresario y dirigente forestal de la amazonía peruana, que luchaba contra el gobierno de Alan García y esos “cerdos ambientalistas” que querían ponerle un coto a la deforestación de la selva. Paquito era apoyado por mucha gente que iba a perder sus empleos en una de las pocas actividades rentables de la selva. Con ayuda del alcohol, su palabra y su diatriba fueron in crescendo, hasta que confesó: “Acá, en América Latina, está Fidel Castro, el Che Guevara y Paquito Gutiérrez”.
Paquito nos consiguió un lugar en el piso de la recepción del hotel, ya que éste estaba lleno. Sin muchas ganas de irnos a dormir en ese duro lecho, nos enteramos de que había una fiesta en el pueblo, así que fuimos para allá, acompañados por un secuaz del influyente Paquito. Éramos los únicos turistas del pueblo en meses, un metro más alto que el promedio de los lugareños: enseguida las miradas se concentraron en nosotros. De pronto, dos chicas nos invitaron a bailar unas cumbianchas, y al terminar el tema nos dicen que les teníamos que dar un sol (equivalente a un peso arg.) por haber bailado con ellas. Se equivocaron de turistas: sacarnos un peso a nosotros era más difícil que Perú salga campeón del mundial de Sudáfrica 2010. Después nos enteramos que las chicas estaban participando de un concurso, en el que los hombres les pagaban por cada pieza de baile, y la que juntaba más dinero se transformaba en Miss San Pablo.
Al otro día, nos levantamos con la columna bien tiesa, consecuencia del duro piso del hotel, y nos enteramos de que habíamos sufrido el primer robo del viaje. El reloj de Seco había desaparecido, y según nos dijeron, sospechaban de un Cabrera que andaba suelto por ahí.
Después del incidente fuimos a buscarlo a Paquito que nos iba a llevar a conocer el pueblo, el leprosorio y después íbamos a ir a cazar a la selva.
-¿Vamos yendo Paquito?
-¿Adonde? No hermano, ya me estoy yendo pa’ Iquitos.
Y así se esfumaron las promesas de Paquito y su patrulla de borrachines. Pero nos fuimos al leprosorio nomás, lo que fue una experiencia inolvidable. La lepra ya ha sido erradicada, pero en el lugar todavía quedaban 17 pacientes con secuelas de lepra, es decir, con la enfermedad ya controlada y sin posibilidades de avanzar. Las monjas que manejaban el lugar fueron muy amables, y nos llevaron a recorrer el lugar. Al llegar a la cocina y detectar signos de alimento, no pudimos evitar preguntar qué estaban cocinando. Enseguida nos invitaron a comer con los leprosos que, muy contentos por la visita, respondían todas nuestras preguntas. Uno de ellos lo había conocido al Che cuando era chico, y nos habló con mucho entusiasmo de aquel día en el que lo conoció.
Después del incidente fuimos a buscarlo a Paquito que nos iba a llevar a conocer el pueblo, el leprosorio y después íbamos a ir a cazar a la selva.
-¿Vamos yendo Paquito?
-¿Adonde? No hermano, ya me estoy yendo pa’ Iquitos.
Y así se esfumaron las promesas de Paquito y su patrulla de borrachines. Pero nos fuimos al leprosorio nomás, lo que fue una experiencia inolvidable. La lepra ya ha sido erradicada, pero en el lugar todavía quedaban 17 pacientes con secuelas de lepra, es decir, con la enfermedad ya controlada y sin posibilidades de avanzar. Las monjas que manejaban el lugar fueron muy amables, y nos llevaron a recorrer el lugar. Al llegar a la cocina y detectar signos de alimento, no pudimos evitar preguntar qué estaban cocinando. Enseguida nos invitaron a comer con los leprosos que, muy contentos por la visita, respondían todas nuestras preguntas. Uno de ellos lo había conocido al Che cuando era chico, y nos habló con mucho entusiasmo de aquel día en el que lo conoció.
En el comedor, con el cocinero del leprosario
Ahí nos enteramos que la famosa escena de la película “Diario en Motocicleta”, en la que el Che cruza el río Amazonas a nado, el día de su cumpleaños, no fue verdad. La colonia en donde estaban y están los médicos, se encuentra en la misma costa del río que el leprosorio. También nos aseguraron las monjas que era una gran mentira la otra escena del film en la que no le dan el almuerzo por no haber ido a misa. Aunque, en una carta a su madre desde Bogotá, se pueden corroborar las escenas, ya que cuenta que cruzó el río y que fue castigado por las monjas.
Después de despedirnos de las monjas y los pacientes, todos de un gran corazón, nos fuimos a visitar al famoso Che Silva, un anciano que había sido operado en el brazo por Guevara. Ahí estaba sentado en su hamaca, como esperando nuestra visita, en su humilde casa de madera, adornada con un par de fotos de Fidel y el Che. De noventa y pico de años, el viejo se había quedado ciego pero su memoria estaba intacta. Nos contó detalle a detalle como había sido ese encuentro que lo marcó para siempre, y que le había dado el apodo de Che.
Terminado nuestro tour por este pueblo mágico, escondido en la inmensidad de la selva, nos dedicamos a caminar esa calle principal, la única de esta ciudad en la que no existen los autos ni las motos. Los hombres, cuando no trabajan, se dedican a beber cerveza, la única actividad en la que se puede derrochar el tiempo libre. Y éramos invitados a cada mesa que nos avistaba desde lo lejos. “Eh amigo! Welcome…ah, argentino…che boludo, vení!! Y así hicimos muchos amigos, como Elí, que nos contó que su abuelo le pateaba penales al Che.
A las diez de la noche pasó el “Jorge Raúl”, la nave que nos llevaría a Colombia, desde los límites de un Perú que nos despedía como si fuésemos conocidos de toda la vida. Nos abrazamos con Elí y subimos al barco a colocar nuestras hamacas. Al lado nuestro, dio la casualidad de que había dos cordobesas, que entre mate y faso, cuando le comentamos que éramos de Gualeguaychú nos dicen: “Ah, mirá vos, conocimos unos chicos de Gualeguaychú en Cartagena, viajaban en un Falcon, vendiendo remeras”.
Después de despedirnos de las monjas y los pacientes, todos de un gran corazón, nos fuimos a visitar al famoso Che Silva, un anciano que había sido operado en el brazo por Guevara. Ahí estaba sentado en su hamaca, como esperando nuestra visita, en su humilde casa de madera, adornada con un par de fotos de Fidel y el Che. De noventa y pico de años, el viejo se había quedado ciego pero su memoria estaba intacta. Nos contó detalle a detalle como había sido ese encuentro que lo marcó para siempre, y que le había dado el apodo de Che.
Terminado nuestro tour por este pueblo mágico, escondido en la inmensidad de la selva, nos dedicamos a caminar esa calle principal, la única de esta ciudad en la que no existen los autos ni las motos. Los hombres, cuando no trabajan, se dedican a beber cerveza, la única actividad en la que se puede derrochar el tiempo libre. Y éramos invitados a cada mesa que nos avistaba desde lo lejos. “Eh amigo! Welcome…ah, argentino…che boludo, vení!! Y así hicimos muchos amigos, como Elí, que nos contó que su abuelo le pateaba penales al Che.
A las diez de la noche pasó el “Jorge Raúl”, la nave que nos llevaría a Colombia, desde los límites de un Perú que nos despedía como si fuésemos conocidos de toda la vida. Nos abrazamos con Elí y subimos al barco a colocar nuestras hamacas. Al lado nuestro, dio la casualidad de que había dos cordobesas, que entre mate y faso, cuando le comentamos que éramos de Gualeguaychú nos dicen: “Ah, mirá vos, conocimos unos chicos de Gualeguaychú en Cartagena, viajaban en un Falcon, vendiendo remeras”.
Con el "Che Silva"
El majestuoso amazonas de fondo
Por los caminos de San Pablo
Con el amigo Elí
El "Jorge Raúl", el navío que nos dejó en Colombia
sábado, 14 de junio de 2008
Todos tienen algo que esconder, excepto Seco y su mono
Se dice que una imagen vale más que mil palabras. Y sí, hay imágenes que lo dicen todo, que retratan hasta lo más íntimo del espíritu de una persona. Se me vienen a la cabeza la extraordinaria foto del Che tomada por Korda, o la Monalisa de Leonardo, en el caso de la pintura.
En la foto de Korda nos podemos inmiscuir en la personalidad de Guevara a través de sus ojos, de esa mirada hacia el porvenir. Ahí esta el Che, con su uniforme verde oliva, con su boina en la cabeza. Y acá lo tenemos a Seco que, intentando trazar algún tipo de paralelismo con el comandante, en lugar de boina decidió ponerse un mono sobre su cráneo. Y esa sonrisa picaresca, que en la Monalisa nos invita a pensar que era flor de turra, en el Mono-Seco nos pinta de pies a cabeza el histrionismo de su portador y su postura frente al mundo.
He aquí, con ustedes, José Luis Seco Pon, más conocido como “Seco”. Contemplad!!
En la foto de Korda nos podemos inmiscuir en la personalidad de Guevara a través de sus ojos, de esa mirada hacia el porvenir. Ahí esta el Che, con su uniforme verde oliva, con su boina en la cabeza. Y acá lo tenemos a Seco que, intentando trazar algún tipo de paralelismo con el comandante, en lugar de boina decidió ponerse un mono sobre su cráneo. Y esa sonrisa picaresca, que en la Monalisa nos invita a pensar que era flor de turra, en el Mono-Seco nos pinta de pies a cabeza el histrionismo de su portador y su postura frente al mundo.
He aquí, con ustedes, José Luis Seco Pon, más conocido como “Seco”. Contemplad!!
"El guerrillero heroico", de Korda. La fotografía más reproducida de la historia.
"La Gioconda", de Leonardo. La obra más famosa del renacimiento.
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