El gran debú
Estábamos nerviosos. Nunca lo habíamos hecho en el exterior. Ahí arriba me esperaba ella, extenuante, con su sensual figura. El ambiente estaba pesado, pegajoso, diría yo. Empezamos a transpirar bastante, y lo único que nos ayudaba un poco era esa fría cerveza. Por momentos nos venía el arrepentimiento: “no sé si hacer esto”, me decía Seco. “No, ya fue, salgamos de acá. Esto nos va a salir mal”. Yo trataba de tranquilizarlo: “Vamos pa’ delante Seco. Si no lo hacemos ahora ¿Cuándo?”
Llegó el momento. Tomé la iniciativa y subí las escaleras; al ver esas hermosas curvas quedé extasiado. Ella me incitó a cogerla con fuerza y, ni bien la toqué, empezó a aullar endemoniada. Esa guitarra tenía el diablo en su corazón.
La efervescencia política, los cambios sociales y la explosión cultural que se vive en Venezuela, despertó en nosotros el amor por muchas actividades que teníamos aletargadas, pero que alguna vez fueron importantes en nuestras vidas. Seco redescubrió su pasión por la música, y yo por el periodismo.
En Caracas el 90% de los jóvenes que conocimos trabajaban en los medios o en alguna actividad cultural, y todos con una posición política bien determinada. Hicimos amigos chavistas, y también, grandes amigos antichabistas (no existe el término medio en Venezuela), gente que trabajaba en “Globovisión” o “Globoterror”, como lo llaman desde el gobierno, el único canal privado de aire que queda en el país, y que el oficialismo también busca expropiar.
De los dos bandos buscaron captarnos. De un lado, persuadirnos del daño que hace el canal al país por su manipulación de la información, y del otro, convencernos de lo perjudicial que sería el monopolio de los medios por parte del estado. Y ahí estábamos en el Stand de recolección de firmas para la clausura del canal, preguntando, familiarizándonos con el tema, pero también hablando con los que juntaban firmas para impedir la expropiación.
Pero sin importar su signo político, la gente se portó excelente con nosotros; así fue como los chavistas nos invitaban a comer o nos regalaban esas gloriosas remeras rojas, y los antichavistas nos ofrecías sus casas para dormir y nos mostraban los maravillosos parajes venecos. Todo este clima revolucionario nos incentivó muchísimo, y nos dejó con ganas de volver por más tiempo a Venezuela.
Un día, “pelaboleando” en plaza Altamira -una de las plazas centrales de Caracas, símbolo de la lucha política venezolana, regada con la sangre de varios militantes-, sin saber en donde íbamos a dormir esa noche, comiendo nuestros clásicos de pan con atún y mucha mayonesa, escuchamos una música que venía de un grupo numeroso, a unos cincuenta metros de donde estábamos. Nos acercamos tímidamente, pero cuando nos vieron la cara de turistas, enseguida nos invitaron a sentarnos y a hacer música con ellos. Eran un grupo de estudiantes de música, y estaban haciendo música folclórica venezolana, con baile incluido, rasgueando una guitarra, dibujando melodías con un violín y tamborileando con mucha percusión.
Pero un instrumento en particular nos llamó mucho la atención. Una especie de guitarra pequeña, de cuatro cuerdas, parecida a un Ukelele, que tenía el aval de ser el instrumento nacional de Venezuela. Al “cuatro” lo estaba interpretando un cuatrero de la concha de la lora, y su sonido nos cautivó inmediatamente. Al otro día estábamos quemando nuestros últimos U$40 para conseguir ese noble instrumento, que tantas alegrías nos dio por el resto del viaje.
Rápidamente aprendimos nuestros primeros acordes. Un día, jugando con el instrumento, logré juntar un Fa sostenido, seguido de un Si menor y culminando en un Do sostenido séptima. Seco paró la oreja enseguida.
-¿Qué es eso?- me preguntó.
-No sé, creo que son los acordes de “Hasta Siempre”.
-A ver, prestame- me dijo Seco, mientras me arrebataba el instrumento.
Y así fue como José se aprendió enseguida la canción del Che Guevara, una rola que interpretaría entre 12 y 17 veces por día, y fue la canción con la que abrimos nuestro show debut en el “Moline Rouge”, con guitarra y a dos voces.
*El cuatro y Venezuela: que buena vaina!
En el ateneo popular en el que estábamos alojados, nos reencontramos con Pedriño, el brasilero que habíamos conocido en la frontera, músico de profesión. Hablamos de hacer algo de música para hacer unos bolívares y tirar un poco más. Así que decidimos ir un martes al “Moline”, el boliche de Rock caraqueño, un día en que sabíamos que no tenían números musicales contratados. Los gerentes del lugar nos aceptaron fácilmente, pero nos ofrecieron la paga clásica del músico, el salario milenario de esta profesión. Hubo una época en que el sueldo se pagaba en sal o en especias, pero para el músico, Dios siempre nos tuvo reservada una paga en una equivalencia mucho más interesante. Ya Timoteo de Mileto, en la antigua Grecia del siglo V a.c, uno de los inventores del Hit, de la canción masiva, y uno de los fundadores de la composición individual (y no anónima como hasta ese momento), recibió su primer paga en vino y cerveza. Y claro, a nosotros también nos darían dos baldes llenos de latas heladas y deliciosas de cerveza “Polar”.
Después de la aplaudida y mágica “Hasta siempre” (que nos salía espectacular), tocamos una improvisada “Other Side” de los Red Hot, que puso de relieve el acento londinense de Seco, un inglés de mierda que nos hizo morir de la risa a los dos mientras la tocábamos. Después vinieron algunas de Bob Marley, y le cedimos el espacio a Pedro, que se cantó su set de excelentes canciones propias.
Llegar a la embriaguez que produce el alcohol era un estado que casi habíamos olvidado, algo difícil de lograr cuando no tenés un peso. Esas cervezas que habíamos conseguido con el sudor de nuestra frente, le dieron un valor agregado a una noche que difícilmente olvidaremos.
lunes, 1 de septiembre de 2008
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